Martes, 22 de Marzo de 2016
Por Cuauhtémoc Anda Gutiérrez
Conversando en casa sobre la Semana Santa, recordé tres momentos que
me impactaron.
En 1981, atendiendo una
invitación del Congreso de Corea del Sur, ocho Diputados de diferentes partidos
asistimos a Seúl en la Semana Mayor. La solemnidad y los protocolos nos hacían
recordar la de nuestras iglesias pero allá lamentablemente obedecían al toque
de queda en que vivían y que impedían transitar después de las 22:00 hrs. por
las calles de Seúl, al fin, pensábamos son días de guardar. Pero o sorpresa,
sin que se recordara o se anunciara festejo alguno por ser Semana Santa (en
aquellas tierras no hay ningún recuerdo generalizado sobre estos eventos) y,
aunque no todos los Diputados era católicos pasamos esos días con nostalgia.
Años después, con mi esposa Esperanza, acudimos a la Semana Santa en
Sevilla donde hacen procesiones de feligreses de las principales iglesias de la
Ciudad algunas tan famosas como la virgen de la Macarena donde unos 500
nazarenos, así denominan a quienes físicamente cargan el altar de la Macarena
(por mi mente paso cuando se carga el ataúd de un difundo, donde bastan 6
hombres para llevar en un trayecto de 50 ó 60 metros),
Aquí se trata de distancias de más de un kilómetro y los nazarenos
llevan un sombrero con punta que les cubre completamente la cabeza provista de
dos orificios para ver al exterior. Su marcha lleva un paso armonioso y lento
que respetan todos, coordinados por una voz de líder que da las instrucciones
marchando hasta llegar a la Catedral de Sevilla (la Giralda).
Estas procesiones son tan numerosas que duran varios días de la Semana
Santa hasta el viernes. El respeto y el orden de millones durante varios días
la disciplina y el incógnito de los nazarenos, muestran la humildad y fervor
católico en este emotivo proceso, aunque a mi juicio exagerado por quienes se
flagelan, golpeándose hasta sangrar la espalda y otras partes.
Por becas de estudio he pasado varias semanas santas fuera del país,
una en París donde estudiaba y en la Semana Santa me fui a conocer el Vaticano,
imponente y lleno de gente como anualmente lo muestra la televisión. Varias
semanas santas en la Universidad de Texas donde estudié y como la Ciudad de
Austin está a sólo 1600 kilómetros de la Ciudad de México y además las
vacaciones de “spring break” suelen coincidir con los días santos entonces me
refugiaba en la “vacía” ciudad de México.
Empero la que más me ha impactado y con mucho fue aquél viernes santo de
1981 cuando se celebró la reunión mundial interparlamentaria en la Ciudad de
Manila en Filipinas donde se hace una representación del viacrucis. A los
legisladores de los diferentes países que llegamos nos invitaron y recuerdo que
pasamos a los balcones del palacio donde después de ver procesiones en las que
se flagelan la espalda, al llegar el momento de la crucifixión lo hacen en el
piso del zócalo, desde el palco en el que estábamos no se apreciaba, sólo
oíamos los gritos, pero de pronto levantan la cruz para ponerla en posición
vertical y la cara de una joven de 24
años que al día siguiente venia en los periódicos, quedó exactamente frente a
nuestro palco.
Una cosa es que nos hayan platicado que los crucificaban de verdad (fueron
cuatro los crucificados) y otra cosa es que vea uno las manos ensangrentadas por
los clavos y el rostro desvanecido y dolorido de quienes se someten a esto. Esa
noche estábamos invitados por la Embajada de España en las Filipinas a una
cena, curiosamente el tema central no era el político, sino la crucifixión, en
nuestra mesa coincidió un Senador Venezolano, cuya esposa sólo hablaba del
evento que acabábamos de ver y a la hora que apareció la suculenta cena no
comió nada, argumentando que tenía revuelto el estómago.
Así, en tres países diferentes he pasado tres semanas santas
completamente distintas. En Corea una gran frialdad, en España un respetuoso
regocijo sevillano y en Filipinas una exageración del fervor religioso hasta
puntos inconcebibles.
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