Martes, 31 de Marzo de 2015
Por Cuauhtémoc Anda Gutiérrez
Conversando en casa sobre la Semana Santa, recordé tres
momentos que me impactaron.
En 1981,
atendiendo una invitación del Congreso de Corea del Sur, ocho Diputados de diferentes
partidos asistimos a Seúl en la Semana Mayor. La solemnidad y los protocolos
nos hacían recordar la de nuestras iglesias pero allá lamentablemente obedecían
al toque de queda en que vivían y que impedían transitar después de las 22:00
hrs. por las calles de Seúl, al fin, pensábamos son días de guardar. Pero o
sorpresa, sin que se recordara o se anunciara festejo alguno por ser Semana Santa
(en aquellas tierras no hay ningún recuerdo generalizado sobre estos eventos) y,
aunque no todos los Diputados era católicos pasamos esos días con nostalgia.
Años después, con mi esposa Esperanza, acudimos a la
Semana Santa en Sevilla donde hacen procesiones de feligreses de las
principales iglesias de la Ciudad algunas tan famosas como la virgen de la
Macarena donde unos 500 nazarenos, así denominan a quienes físicamente cargan
el altar de la Macarena (por mi mente paso cuando se carga el ataúd de un
difundo, donde bastan 6 hombres para llevar en un trayecto de 50 ó 60 metros),
Aquí se trata de distancias de más de un kilómetro y los
nazarenos llevan un sombrero con punta que les cubre completamente la cabeza
provista de dos orificios para ver al exterior. Su marcha lleva un paso
armonioso y lento que respetan todos, coordinados por una voz de líder que da
las instrucciones marchando hasta llegar a la Catedral de Sevilla (la Giralda).
Estas procesiones son tan numerosas que duran varios
días de la Semana Santa hasta el viernes. El respeto y el orden de millones
durante varios días la disciplina y el incógnito de los nazarenos, muestran la
humildad y fervor católico en este emotivo proceso, aunque a mi juicio
exagerado por quienes se flagelan, golpeándose hasta sangrar la espalda y otras
partes.
Por becas de estudio he pasado varias semanas santas
fuera del país, una en París donde estudiaba y en la Semana Santa me fui a
conocer el Vaticano, imponente y lleno de gente como anualmente lo muestra la
televisión. Varias semanas santas en la Universidad de Texas donde estudié y como
la Ciudad de Austin está a sólo 1600 kilómetros de la Ciudad de México y además
las vacaciones de “spring break” suelen coincidir con los días santos entonces
me refugiaba en la “vacía” ciudad de México.
Empero la que más me ha impactado y con mucho fue aquél
viernes santo de 1981 cuando se celebró la reunión mundial interparlamentaria
en la Ciudad de Manila en Filipinas donde se hace una representación del
viacrucis. A los legisladores de los diferentes países que llegamos nos
invitaron y recuerdo que pasamos a los balcones del palacio donde después de
ver procesiones en las que se flagelan la espalda, al llegar el momento de la
crucifixión lo hacen en el piso del zócalo, desde el palco en el que estábamos
no se apreciaba, sólo oíamos los gritos, pero de pronto levantan la cruz para
ponerla en posición vertical y la cara
de una joven de 24 años que al día siguiente venia en los periódicos, quedó
exactamente frente a nuestro palco.
Una cosa es que nos hayan platicado que los crucificaban
de verdad (fueron cuatro los crucificados) y otra cosa es que vea uno las manos
ensangrentadas por los clavos y el rostro desvanecido y dolorido de quienes se
someten a esto. Esa noche estábamos invitados por la Embajada de España en las
Filipinas a una cena, curiosamente el tema central no era el político, sino la
crucifixión, en nuestra mesa coincidió un Senador Venezolano, cuya esposa sólo
hablaba del evento que acabábamos de ver y a la hora que apareció la suculenta
cena no comió nada, argumentando que tenía revuelto el estómago.
Así, en tres países diferentes he pasado tres semanas
santas completamente distintas. En Corea una gran frialdad, en España un
respetuoso regocijo sevillano y en Filipinas una exageración del fervor
religioso hasta puntos inconcebibles.
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